Ana Zajdenberg
“La apatía es el guante en el que el mal y la envidia introducen la mano”
Bodie Thoene
Conoció a Saúl en un momento extraño de su vida. Estaba a punto de terminar el colegio, usaba el pelo corto, casi a cepillo, y pensaba que su cuerpo jamás le iba a interesar a nadie. En los Estados Unidos se vivía el verano del amor; en Vietman las tropas americanas perdían una guerra; París vivía los rezagos de mayo del 68; los Beatles sacaban el disco y la película “Yellow Submarine”.
Ana Zajdenberg provenía de una familia de clase media. Su papá era un hombre bajo, de rasgos anglosajones, y trabajaba en una planta textil venida a menos; su mamá era una conocida estafadora que engañaba a las mujeres de la colonia judía durante los años cincuentas, pero desde hacía un tiempo había quedado postrada en una silla de ruedas, a causa a un cada vez más creciente problema de sobrepeso.
Lo conoció en un club que él solía frecuentar. Ana había ido acompañando a unas chicas del colegio que habían aceptado llevarla con tal de que conociera a alguien. Lo primero que hizo al entrar fue ver a Saúl jugando pin pon. Él tenía una expresión risueña en el rostro, y cada vez que metía un punto se dirigía a la mesa de al lado, donde una bella chica de ojos verdes estaba sentada.
Ana arrastró una silla y se dedicó a contemplarlo. Al principio le costó ocultar la sonrisa que le provocaba verlo. Saúl se movía de un lado a otro al ritmo de la pelota de pin pon. Pregunto a las chicas si lo conocían.
- Saúl Abromowitz -dijo una de ellas-, lo conozco desde que éramos niños.
Se puso de pie y se dirigió a su encuentro. Durante el trayecto tuvo tiempo para pensar en lo que le diría, y también pensó en como había sido su vida hasta la fecha. Llegó a la conclusión que había sido como una fiesta donde la única que no bailaba era ella. Creció con un miedo innato a su madre, con el pelo rojo y desordenado sobre la cabeza. Un día se lo cortó muy chiquito en una peluquería nueva.
- Creo que te conozco -dijo, abordando a Saúl.
- ¿A mí?
- Sí. ¿No te acuerdas?
- Lo siento.
Saúl la invitó a sentarse. Ana le dijo lo terrible que era que no se acordara de ella. Saúl, entre risas, le pidió que le hablara un poco más de sí misma para así poder acordarse. Ana le dijo que era argentina. Saúl negó con la cabeza. Ana le dijo que bueno, que en realidad no era argentina, pero que su mamá sí lo era, y que por eso ella había nacido allá. Que la música que más le gusta escuchar era en inglés y que si pudiera conocer a alguien conocería a Los Beatles.
- Vaya -dijo Saúl-. Es raro que no me acuerde de ti.
- Sí -dijo Ana, satisfecha.
- Cuéntame un poco más.
- Está bien -Ana blanqueó los ojos-, estoy acabando el colegio, no sé si pase de año, a la fiesta de promoción no quiero ir y tampoco quiero que pongan mi foto en el anuario. Cuando voy al colegio no hablo con nadie y me gustaría ir a la calle más seguido pero nadie me invita a salir, y por ahora ando leyendo algunos libros…
De pronto junto a Saúl estaba ella, la chica de los ojos verdes.
- Ana, te presento a Raquel Welingher.
Entonces se sintió destrozada.
Obsesión y traición
Al principio había estallado de furia. Los días siguientes al que Saúl le dijo que era enamorado de Raquel, Ana se sumió en la más profunda depresión. Los días, en lugar de ser soleados y llenos de flores, le parecieron parcos y sin sentido. Empezó a caminar sin rumbo fijo por las calles. Su delgado rostro y su pelo rojizo la hacía resaltar entre la multitud. La nariz puntiaguda, la quijada desencajada y los huesos del cuello.
Fue en octubre. Las veredas estaban repletas de flores amarillas que caían de los árboles. Ana y Saúl caminaron sobre ellas por las calles de San Isidro. Decidieron estacionarse en un parque. Entonces, bajo la sombra de un enorme árbol, le contó que hacía algunos días había ido a la casa de Raquel y le había pedido que fuera su enamorada.
Ana era conciente de su situación de desventaja, así que no se echó a llorar sobre la grama aquel día de octubre y entendió que para tal caso ya poco importaba si Saúl estaba con Raquel o no, o si luego él se casaba con ella, como efectivamente ocurrió, a esas alturas Ana estaba convencida de que no importaba lo que pasara, ella siempre iba a estar enamorada de Saúl Abromowitz.
Entonces empezó a inventar historias. Un día le contó que se había enterado que Raquel era una hipócrita y una envidiosa. Por supuesto que Saúl no le creyó. Entonces ella siguió insistiendo. Dijo que la gente decía que Raquel era una cualquiera, que utilizaba a los hombres. Inventó que Raquel había tenido un romance con un primo. Pero Saúl nunca le creyó.
Finalmente Raquel quedó embarazada y Samuel se casó con ella civilmente en una pequeña oficina de la municipalidad de San Isidro. Entonces empezó la intriga. Nadie pudo evitar que Saúl siguiera frecuentando a Ana y que ella se volviera una suerte de confidente. Muchas veces Ana, en el transcurso de los años en los que Saúl estuvo casado con Raquel, sintió que estaba a punto de perderlo. Los días que Saúl no la llamaba eran insoportables para ella. Se dio con que tenía una obsesión.
Un día le habló tan mal de Raquel que Saúl terminó creyéndose todo. Al día siguiente él la llamó a su casa y le dijo que todo había acabado. Esta vez la discusión había sido fatal y acabaron separándose. Raquel se llevó a su hija y Saúl quedó destrozado. Era la oportunidad que Ana había estado esperando desde hacía tiempo.
Una vez, cuando se encontró con Raquel en la calle, le dijo:
- Que pena que hayas tenido que separarte de Saúl.
A lo que ella le dijo:
- Por lo menos mi mamá no es una estafadora.
Sin perder el tiempo Ana llamó a unas amigas y urgió información sobre la actual situación de Raquel Welingher. A pesar de que no era en lo absoluto una persona grata en la colonia, las mujeres se volvían cómplices cuando se trataba de chismes y secretos. No tardó muchas horas en enterarse de que Raquel había huido con un comerciante japonés. De inmediato llamó a Saúl y se lo contó todo.
- Te advertí que Raquel era una ambiciosa y una coqueta -le dijo Ana por teléfono-, de seguro pronto dejará al tonto japonés.
Saúl pasó entonces por una fuerte depresión, que amenguaba sólo cuando hablaba mal de Raquel en casa de los Zajdenberg. Así los días se sucedieron los unos a los otros y Saúl comprendió que la suerte estaba echada. Contrató a un policía y comprobó que Raquel estaba viviendo con el japonés. La cizaña de Ana dio sus primeros frutos y Saúl cosechó un gran desprecio hacia Raquel, al mismo tiempo que afianzó su relación con una cada vez más satisfecha Ana Zajdenberg.
Matrimonio y muerte
Unos años más tarde el divorcio se transformó en realidad. Entonces Saúl que lo mejor que podía hacer era casarse con Ana, que ella lo quería realmente y nunca le haría daño. Al principio sus papás hicieron lo posible por persuadirlo pero todo intento fue en vano. Saúl estaba convencido de que, a pesar de todo, Ana sería una buena esposa.
“La apatía es el guante en el que el mal y la envidia introducen la mano”
Bodie Thoene
Conoció a Saúl en un momento extraño de su vida. Estaba a punto de terminar el colegio, usaba el pelo corto, casi a cepillo, y pensaba que su cuerpo jamás le iba a interesar a nadie. En los Estados Unidos se vivía el verano del amor; en Vietman las tropas americanas perdían una guerra; París vivía los rezagos de mayo del 68; los Beatles sacaban el disco y la película “Yellow Submarine”.
Ana Zajdenberg provenía de una familia de clase media. Su papá era un hombre bajo, de rasgos anglosajones, y trabajaba en una planta textil venida a menos; su mamá era una conocida estafadora que engañaba a las mujeres de la colonia judía durante los años cincuentas, pero desde hacía un tiempo había quedado postrada en una silla de ruedas, a causa a un cada vez más creciente problema de sobrepeso.
Lo conoció en un club que él solía frecuentar. Ana había ido acompañando a unas chicas del colegio que habían aceptado llevarla con tal de que conociera a alguien. Lo primero que hizo al entrar fue ver a Saúl jugando pin pon. Él tenía una expresión risueña en el rostro, y cada vez que metía un punto se dirigía a la mesa de al lado, donde una bella chica de ojos verdes estaba sentada.
Ana arrastró una silla y se dedicó a contemplarlo. Al principio le costó ocultar la sonrisa que le provocaba verlo. Saúl se movía de un lado a otro al ritmo de la pelota de pin pon. Pregunto a las chicas si lo conocían.
- Saúl Abromowitz -dijo una de ellas-, lo conozco desde que éramos niños.
Se puso de pie y se dirigió a su encuentro. Durante el trayecto tuvo tiempo para pensar en lo que le diría, y también pensó en como había sido su vida hasta la fecha. Llegó a la conclusión que había sido como una fiesta donde la única que no bailaba era ella. Creció con un miedo innato a su madre, con el pelo rojo y desordenado sobre la cabeza. Un día se lo cortó muy chiquito en una peluquería nueva.
- Creo que te conozco -dijo, abordando a Saúl.
- ¿A mí?
- Sí. ¿No te acuerdas?
- Lo siento.
Saúl la invitó a sentarse. Ana le dijo lo terrible que era que no se acordara de ella. Saúl, entre risas, le pidió que le hablara un poco más de sí misma para así poder acordarse. Ana le dijo que era argentina. Saúl negó con la cabeza. Ana le dijo que bueno, que en realidad no era argentina, pero que su mamá sí lo era, y que por eso ella había nacido allá. Que la música que más le gusta escuchar era en inglés y que si pudiera conocer a alguien conocería a Los Beatles.
- Vaya -dijo Saúl-. Es raro que no me acuerde de ti.
- Sí -dijo Ana, satisfecha.
- Cuéntame un poco más.
- Está bien -Ana blanqueó los ojos-, estoy acabando el colegio, no sé si pase de año, a la fiesta de promoción no quiero ir y tampoco quiero que pongan mi foto en el anuario. Cuando voy al colegio no hablo con nadie y me gustaría ir a la calle más seguido pero nadie me invita a salir, y por ahora ando leyendo algunos libros…
De pronto junto a Saúl estaba ella, la chica de los ojos verdes.
- Ana, te presento a Raquel Welingher.
Entonces se sintió destrozada.
Obsesión y traición
Al principio había estallado de furia. Los días siguientes al que Saúl le dijo que era enamorado de Raquel, Ana se sumió en la más profunda depresión. Los días, en lugar de ser soleados y llenos de flores, le parecieron parcos y sin sentido. Empezó a caminar sin rumbo fijo por las calles. Su delgado rostro y su pelo rojizo la hacía resaltar entre la multitud. La nariz puntiaguda, la quijada desencajada y los huesos del cuello.
Fue en octubre. Las veredas estaban repletas de flores amarillas que caían de los árboles. Ana y Saúl caminaron sobre ellas por las calles de San Isidro. Decidieron estacionarse en un parque. Entonces, bajo la sombra de un enorme árbol, le contó que hacía algunos días había ido a la casa de Raquel y le había pedido que fuera su enamorada.
Ana era conciente de su situación de desventaja, así que no se echó a llorar sobre la grama aquel día de octubre y entendió que para tal caso ya poco importaba si Saúl estaba con Raquel o no, o si luego él se casaba con ella, como efectivamente ocurrió, a esas alturas Ana estaba convencida de que no importaba lo que pasara, ella siempre iba a estar enamorada de Saúl Abromowitz.
Entonces empezó a inventar historias. Un día le contó que se había enterado que Raquel era una hipócrita y una envidiosa. Por supuesto que Saúl no le creyó. Entonces ella siguió insistiendo. Dijo que la gente decía que Raquel era una cualquiera, que utilizaba a los hombres. Inventó que Raquel había tenido un romance con un primo. Pero Saúl nunca le creyó.
Finalmente Raquel quedó embarazada y Samuel se casó con ella civilmente en una pequeña oficina de la municipalidad de San Isidro. Entonces empezó la intriga. Nadie pudo evitar que Saúl siguiera frecuentando a Ana y que ella se volviera una suerte de confidente. Muchas veces Ana, en el transcurso de los años en los que Saúl estuvo casado con Raquel, sintió que estaba a punto de perderlo. Los días que Saúl no la llamaba eran insoportables para ella. Se dio con que tenía una obsesión.
Un día le habló tan mal de Raquel que Saúl terminó creyéndose todo. Al día siguiente él la llamó a su casa y le dijo que todo había acabado. Esta vez la discusión había sido fatal y acabaron separándose. Raquel se llevó a su hija y Saúl quedó destrozado. Era la oportunidad que Ana había estado esperando desde hacía tiempo.
Una vez, cuando se encontró con Raquel en la calle, le dijo:
- Que pena que hayas tenido que separarte de Saúl.
A lo que ella le dijo:
- Por lo menos mi mamá no es una estafadora.
Sin perder el tiempo Ana llamó a unas amigas y urgió información sobre la actual situación de Raquel Welingher. A pesar de que no era en lo absoluto una persona grata en la colonia, las mujeres se volvían cómplices cuando se trataba de chismes y secretos. No tardó muchas horas en enterarse de que Raquel había huido con un comerciante japonés. De inmediato llamó a Saúl y se lo contó todo.
- Te advertí que Raquel era una ambiciosa y una coqueta -le dijo Ana por teléfono-, de seguro pronto dejará al tonto japonés.
Saúl pasó entonces por una fuerte depresión, que amenguaba sólo cuando hablaba mal de Raquel en casa de los Zajdenberg. Así los días se sucedieron los unos a los otros y Saúl comprendió que la suerte estaba echada. Contrató a un policía y comprobó que Raquel estaba viviendo con el japonés. La cizaña de Ana dio sus primeros frutos y Saúl cosechó un gran desprecio hacia Raquel, al mismo tiempo que afianzó su relación con una cada vez más satisfecha Ana Zajdenberg.
Matrimonio y muerte
Unos años más tarde el divorcio se transformó en realidad. Entonces Saúl que lo mejor que podía hacer era casarse con Ana, que ella lo quería realmente y nunca le haría daño. Al principio sus papás hicieron lo posible por persuadirlo pero todo intento fue en vano. Saúl estaba convencido de que, a pesar de todo, Ana sería una buena esposa.
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